Eduard Swoboda (1902) |
Me puse a escribir de forma inmediata, no fuera a ser que no me diera tiempo y debía seguir al pie de la letra las indicaciones, sin dejarme ni una, o el conjuro se podría invertir. Todo podría muy bien ser un sueño, pero soñar es como vivir en un caleidoscopio que nos alegra la existencia cuando todo se apaga, en definitiva, un excelente ejercicio. Como disfrutar de las estrellas, un privilegio que no estaba al alcance de cualquiera. Con ellas sí que soñé muchas veces, sobre todo cuando contemplaba una marina que presidía el salón oriental de mis abuelos.
Por si no lo había dicho ya, ellos vivían en un palacio de estilo gótico, el mayor de todo el país, donde yo pasaba los veranos. Estaba lleno de terrazas desde donde observaba el universo con un telescopio que heredé de mi padre que había fallecido el invierno anterior. Él decía que yo tenía instinto aventurero, pero en realidad, el aventurero era él, que había viajado por todo el mundo, que tuvo su casa en el océano cuando fue capitán de navío y apenas tocaba la península más que un par de veces al año. Eso no era vivir porque me echaba mucho de menos, solía decirme cuando volvía, pero yo siempre le tuve por un ser especial, alguien que guardaba un secreto y que, si yo resistía la tentación de preguntarle, algún día me revelaría. Pero murió antes de que pudiera hacerlo y eso me ponía muy triste.
Mi abuelo trataba de consolarme con una colección de poco efectivas fórmulas. Una noche, con toda la delicadeza propia de su educación aristocrática y masculina, entró en mi cuarto para hacerme un regalo inolvidable: un libro, el Libro de las maravillas del mundo, dijo que se llamaba, y que había pertenecido a mi padre. Él se lo había regalado cuando tenía mi edad, y mi padre lo guardaba para regalármelo a mí. Como él ya no estaba, lo hizo mi abuelo.
Desde entonces cada medianoche, se pasaba a verme y leíamos un pasaje. Con ese libro descubrí historias increíbles, como la de una ballena a la que le gustaban las frutas y las almendras y no las podía comer porque vivía en el agua, y unos magos hicieron crecer un olivar en medio del océano para ella. Consiguió que abandonara mi tristeza y comencé a reír de nuevo.
Era mi mejor posesión, pero nunca pude agradecerle ese gesto a mi abuelo porque murió antes de terminar aquel el verano. De nuevo me invadió la tristeza más absoluta, pero en la lectura de sus últimas voluntades me esperaba una sorpresa. Según su testamento, yo debía entrar cada medianoche en su biblioteca, leer al menos un libro y escribir un mínimo de cien líneas de una historia inventada por mí. Si cumplía su encargo, el gran oráculo que todo lo revela, cumpliría mi deseo más recóndito. Y lo que yo más ansiaba era conocer el secreto de mi padre para ser un gran marino, tan grande como él.
Así que escribí y escribí y leí y leí y seguí al pie de la letra sus instrucciones durante todos los veranos que aún mi madre me llevaba a ese palacete.
Hoy, contemplando mansa la línea del horizonte de este inmenso océano desde la proa de mi navío, que he bautizado con el nombre de mi padre, debo alzar mi voz a las estrellas y decir, “gracias, abuelo, descubrí el secreto y lo conseguí”.
AlmaLeonor_LP
Texto para el Reto Juevero a cargo de Neogéminis del 24/10/2024
Publicado en HELICON el 24/10/2024
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